sábado

Qué raro tu silencio y que otra vez te fueras
(qué raro, qué esperable, qué tan tú, qué tan yo).
Es cierto que no quería atraparte,
y no es cierto que no esperaba nada.
Esperaba que quisieras,
que quisieras
y que quisieras.


No eres responsable de que deseara que te olvides
de tu maldita grúa jirafa
o lo que sea que ella represente,
más,
más grande que yo y mi cuaderno
y mi estúpido faltar a clases
y haber cocinado para ti.
Nunca me prometiste que eso iba a pasar
solo yo estaba segura,
sin haberlo dicho,
que una mañana despertarías quedándote
(como una mañana sigue a otra mañana y sigue a otra).
Y no que despertaría yo tomada del pasamanos del autobús
y sintiendo, de pronto,
que te habías ido. Llegar a casa y encontrar tu nota.
¿Una nota? ¿Porque así era más fácil?
Si era imposible, ¿cómo podría ser más fácil
de alguna manera?
Me senté en el rellano de la puerta con la hoja,
y bajó el vecino, y sus perros, los regañó, para que
no me molesten (orgulloso de saber hacerlo). Bajó con
dificultad los escalones, ganándole cada paso al mundo,
y pensé en ti, en tu burgués, y pequeño, y tan sano,
tan satisfecho y tan urbano deseo de fracasar
para sentirte libre,
tan pequeño y tan becado tu deseo de fracasar,
al lado del vacío de esta obligación de quererte
y de los trabajosos pasos de mi vecino, tomándose
del pasamanos de la escalera y tardando siglos
en llegar a la planta baja a pasear
a sus perros obedientes. Y te odié.





Cartas al Rey de la Cabina.
Luis María Pescetti.

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